Si en algún momento del día nos detuviéramos ante la calidad de nuestros deseos, fácilmente podríamos observar que nos pasamos el día deseando que las cosas sean diferentes: Deseando no estar en el autobús sino en nuestro destino; deseando que se termine la jornada laboral; que llegue el fin de semana; que el trabajo sea diferente; que la relación con la pareja sea de otra forma; que la pareja sea de otra forma; que la cola en el banco sea más corta... Deseando, deseando y deseando… Pero la vida insiste en ser tal cual es, y no lo queremos ver. Las circunstancias son las que son. Todo sucede en su debido momento.
Cuando te entregas a la observación y cultivas la habilidad de ver las cosas tal cual son, irremediablemente empezará a surgir en ti la cualidad de la aceptación. Es un proceso natural. No parte del deseo de aceptar; nace de la práctica de la observación desligada.
Cuando te relacionas y te haces cargo de aquello que las situaciones o las relaciones generan en ti, comienzas a responsabilizarte. Reconoces como tuyos esos sentimientos, las interpretaciones, los actos. No eres victima de la realidad; todo aquello que pasa por tu ser es tuyo, no de la situación o del otro; sencillamente, te pertenece. Decides ver al otro tal cual es, y empiezas a asumir todas las proyecciones que has hecho sobre él, todas las expectativas, que finalmente eran solo tuyas y que has puesto sobre las relaciones, en casa, en el trabajo, contigo mismo. Solo de allí surge la aceptación; es resultado, no inicio o propósito.
La resignación y el conformismo son otra cosa:
Nacen del miedo, de la resistencia a observar y contactar con lo que pasa en nuestra realidad más íntima, de las decisiones pendientes, el descuido del propio cuerpo, la superficialidad en las relaciones o la larga lista de insatisfacciones que llevamos a cuestas (pero que a veces preferimos que sigan allí, pesando en nuestra espalda con tal de no verlas de frente). Surgen del temor a perder la posición cómoda en la que creemos estar y no permitirnos salir de nuestra zona de confort personal.
Suelen acompañarse de una actitud de abandono, de falta de ilusión, de falta de compromiso… Permitirnos que los días transcurran repitiendo las mismas acciones, los mismos pensamientos, alimentando los mismos sentimientos, esperando qua la solución venga de afuera, o que un golpe de suerte cambie nuestro destino.
Cuando estamos en estado de resignación, consideramos que cualquier solución vendrá de afuera, responsabilizamos a los otros de lo que vivimos: La culpa es de los jefes, la pareja tiene un carácter muy difícil, mi madre es impaciente, el estado debería ayudarme más…. Y es así como justificamos nuestra falta de acción, repitiéndonos constantemente que ya está bien el trabajo que tenemos; que con la situación que hay no es un buen momento para poner en marcha cambios; en fin que la relación que tenemos con nuestra pareja no es tan mala; que más vale malo conocido que bueno por conocer…, y la lista de excusas se hace interminable.
Nuestro cuerpo se relaja solo si nuestra mente lo hace. |
Cada vez que el conflicto reaparece en nuestro interior, recurrimos rápidamente a ellas para intentar apagar la sensación desagradable que genera en nuestro cuerpo la alarma que se enciende indicando que algo no va bien. Sin embargo, el alivio que proporcionan las justificaciones es transitorio y como efecto secundario, alimentan la impotencia, la frustración, el hecho de sentirnos incapaces de movernos, de enfrentar lo que en el fondo, y aunque sea de manera superficial, sabemos que existe porque lo sentimos.