Uno de los más conocidos discípulos de Sócrates, el poeta griego Eurípides, considerado uno de los grandes autores de la tragedia clásica, dijo una vez: “Jamás llames feliz a un mortal hasta no ver cómo desciende a la tumba en su ultimo día”. Y, en mi opinión, estaba en lo cierto. Si nos fijamos bien, veremos que, según este pensamiento, la felicidad no es algo que se pueda dar por sentado antes de que la vida de una persona concluya. Por creer lo contrario, el mundo está lleno de infelices, de insatisfechos, de descontentos y disgustados.
Todo parte de un mal entendido: el del proponerse la felicidad como una meta. Si lo hacemos, nos abonamos a la ansiedad, la angustia y la depresión. Si de veras la felicidad fuera una meta a alcanzar,¿ qué haríamos el resto d nuestra vida una vez logrado el objetivo? ¿Repetir una y otra vez la misma impertérrita sonrisa, las mismas acciones, las mismas palabras? ¿Intentaríamos no tocar ni cambiar nada que la felicidad no se escurriera? ¿Acaso seríamos presos del temor a que ella escapara, a que algo la desbaratara, a que alguien nos robara la presa alcanzada? ¿Seriamos felices viviendo así?
Quizá deberíamos repensar el tema de la felicidad. Quizá no sea una meta a lograr.
Decía el médico y psicoterapeuta austriaco Viktor Frankl (1905- 1997), autor del hombre en busca de sentido y padre de la logoterapia, que no es la felicidad en sí lo que necesitamos sino un motivo para ser felices.
La felicidad es una abstracción. Si tratamos de definirla, no hallamos palabras; y si queremos atraparla, se esfuma. Pero hay ciertas tareas, algunos vínculos, determinadas acciones y conductas especificas que, cuando tienen lugar, cuando podemos protagonizarlos, nos llenan el alma de una sensación indescriptible e intransferible que solo puede llamarse “felicidad”. Podría parecer entonces, que la felicidad nos sigue, que es el resultado de cómo vivimos. Tal vez es una huella que vamos dejando en el camino mientras transitamos la vida. Las huellas nunca están de nuestros pies, solo aparecen por donde hemos pasado. Si no caminamos, no hay marcas. Recuperando a Viktor frankl, debemos tener, entonces, un destino hacia el que caminar, y de la marcha resultará o no la felicidad.
El mismo Frankl sostenía que la vida nos formula preguntas continuamente. Nos las hace a través de situaciones. Cada circunstancia de nuestra experiencia, simple o compleja, pequeña o abarcadora, es un simple interrogante que nos plantea la vida: Nos pregunta cómo hemos de vivirla, si superficialmente o adentrándonos en sus misterios, si en la bus queda del placer inmediato o asumiendo riesgos que nos ayuden a desarrollar nuestros atributos, si flotando en el vacío o buceando en el sentido. No se trata de asistir a cursillos o seminarios para responder. De hecho, respondemos todo el tiempo, con cada acción, con cada decisión, con cada paso. Vivir es responder. La suma de nuestras respuestas puede conducirnos a comprender el sentido de nuestra vida. Y cada vez que el sentido asome, lo acompañará un sentimiento al que llamamos “felicidad”.
Entonces la felicidad no está fuera de nosotros, como el fruto que espera a que lo tomemos de la rama. Se encuentra en nuestro interior. Así lo decía el filosofo danés Soren Kierkegaard: “La felicidad es una puerta que se abre desde dentro”. Esto significa que no hay una persona destinada a hacernos felices. Si así fuera, correríamos el riesgo de construir con ella una relación de dependencia. Si esa persona se alejara, se llevaría nuestra felicidad, por lo que trataríamos de retenerla a cualquier precio, sometiéndonos, sometiéndola, manipulando… Y, aun así, no estaríamos en paz. Podemos ser felices junto a otra persona, en lo que compartimos con ella, pero no por ella. Tampoco la felicidad está en objetos materiales, en posesiones, en dinero. En esas fuentes podremos hallar placer transitorio el placer, por lo demás, es siempre transitorio. Correremos detrás de esos objetivos y, una vez alcanzados, ya necesitaremos otros. ¿Con cuánto dinero seriamos felices? ¿Qué coche, que nueva casa o que novedad tecnológica nos haría realmente felices? La respuesta es siempre transitoria, incierta. No está allí.
Es absurdo, como advertía el escritor y filosofo Alan Watts(1915- 1973), pretender una vida de la que estén ausentes el dolor o la frustración, una vida en la fuéramos siempre jóvenes, en la que nada se nos negara y el tiempo no transcurriera. No se puede suprimir un término en una polaridad. Y la vida es una suma de polaridades: Alegría, y tristeza, logro y frustración, juventud y vejez, placer y dolor… Reconocemos uno gracias a la existencia del otro. Sin su opuesto complementario, cada uno de ellos no significaría nada. Quienes creen que la felicidad consiste en aferrarse a los polos placenteros y eliminar los otros tienen según Watts, “el sabor de la infelicidad porque, habiéndolos desmembrado para poseerlos para siempre, se quedan con cosas que ya no están vivas”. Solemos preguntarnos cómo es posible que alguien no sea feliz, “ si lo tiene todo”. ¿Pero lo tiene todo realmente? Acaso tiene todo lo que se ve, pero en su alma hay un profundo e invisible vacío. Acaso creemos que tiene todo lo que hace la felicidad, pero no ha encontrado lo esencial: Una respuesta a la pregunta por el sentido de su vida.
Tampoco la felicidad nos llegará del exterior, en forma de fórmula secreta, de terapia infalible, del libro con todas las recetas o de gurú que nos llevará en brazos hasta sus mismas puertas. La felicidad carece de reglas, y las respuestas a las preguntas que la vida nos plantea solamente las tenemos nosotros. Deberemos, por tanto, atrevernos a tomar nuestras decisiones, a afrontar nuestras dudas, a hacernos responsables de las consecuencias que tienen nuestras elecciones. Si lo hacemos crecerán nuestras posibilidades de ser felices. Habremos vivido con motivos.
La novelista Edith Wharton (1862-1937), autora de La edad de la inocencia, que Martin Scorsese convirtió en una bella película, describía la felicidad como una mariposa que se nos posa en el hombro mientras estamos absortos en algo que para nosotros está pleno de sentido: Una tarea, una conversación, un pensamiento, la contemplación de algo inspirador. Si tratamos de atraparla, tal vez la dañemos o quizá se escape. Pero si lo conseguimos, ¿qué haremos con ella? ¿Guardarla en un frasco? ¿Para qué? Simplemente, disfrutemos del descubrimiento de la mariposa en nuestro hombro, de su roce leve, de su color y su forma. Sin tocarla y sin presionarla porque, si no, se irá. Pero si seguimos en lo nuestro, habrá un momento en que volverá. Y viviremos otra vez, ese momento mágico.
Mientras tanto, quizás haya que dejar de lado la preocupación por cumplir con el deber de ser felices o de considerar la felicidad como un derecho. Son dos caras de una misma exigencia, y en general, la exigencia no da como fruto personas felices. Si la felicidad fuera un derecho, habría que exigir a alguien su cumplimiento o habría que reclamarla a alguna institución dedicada a proporcionarla. Todo derecho de una persona es un deber de otra. Y si empezamos a reclamar nuestra felicidad a alguien, no tardaremos en encontrarnos con quienes nos reclaman a nosotros la propia.
Nadie nos dará nuestra felicidad. Habrá, sí personas cuya presencia en nuestra vida o cuyas acciones nos proporcionen felicidad, pero es independiente de que se lo exijamos. Y habrá otras a la cuales, muchas veces sin saberlo o sin seguir un plan para ello, brindaremos nosotros felicidad. Será fruto de un vínculo empático, de una autentica presencia, en el que seamos como semejantes. No será jamás el producto de un plan trazado o de una obligación. No es así como funciona.
El pasado mes de agosto se reunió en Timbu, capital del reino de Bután, un grupo de sociólogos, economistas, y científicos sociales interesados en comprobar cómo funcionaba un índice que hace cuarenta años puso en vigencia el entonces Joven rey del país. Se trata del Índice de Felicidad Nacional. Que mide el estado del alma de los ciudadanos y que usado en lugar del Producto Interior Bruto. Solo a los economistas les sorprende aún que no haya una relación directa entre altos porcentajes económicos y felicidad, y que incluso sea habitual encontrar lo contrario. Sin ir más lejos, en Estados Unidos, aunque los salarios se triplicaron en el último medio siglo, la felicidad manifestada en encuestas por los habitantes decreció. Lo demostró hace diez años el profesor Robert Lane, de la universidad de Yale, en su libro La perdida de la felicidad en las democracias de mercado.
Jeffrey D. Sachs, director del Earth Institute de la Universidad de Columbia, uno de los presentes en la reunión de Bután, sostiene que “como individuos, no somos felices si la búsqueda de mayores ingresos reemplaza nuestra dedicación a la familia, los amigos, la comunidad, la compasión y el equilibrio interno. Y, como sociedad, una cosa es organizar las políticas económicas para que los niveles de vida aumenten y otra muy distinta es subordinar todos los valores de la sociedad a la búsqueda de ganancias”.
La felicidad es la consecuencia del modo en que nos relacionamos con los demás y con el planeta. Es eso. Ni una meta, ni un deber, ni un derecho, ni un mero placer, ni una diversión vacía. Es lo que proviene de una elección de vida. Según elijamos, la mariposa se nos posará en el hombro. Y esto no se agota en una vez. Elegimos mientras vivimos. Por eso Eurípides dijo lo que dijo.