Demián Bucay |
Jorge Bucay |
Recuerdo que de niño, se había instalado entre mi padre y yo una especie de costumbre, casi diría de ritual. Cada vez que yo, en el transcurso de una lectura, hallaba una palabra que no conocía, acudía a él- a nadie más- y le preguntaba, por ejemplo – papá, ¿qué significa pagoda? O bien: - papá, ¿qué quiere decir abolir? O quizás: - Pa, ¿qué es algo dantesco?
Y mi padre me respondía: “Una pagoda es una construcción de estilo chino”, “Abolir quiere decir que una ley deja de tener afecto”, Dantesco viene de un poeta italiano, Dante Alighieri; es algo exagerado, grotesco…” Siempre tenía una respuesta y procuraba poner la explicación en términos que yo entendiera. No podría asegurarlo, pero mi sensación es que esas charlas se mantuvieron durante años. Hasta que un día sucedió algo que yo nunca había imaginado posible. Un día me acerqué a mi padre y le pregunté, digamos (ya no recuerdo la palabra exacta): - Papá, ¿qué es una falúa? Y mi padre me respondió: - No lo sé, hijo. Aun recuerdo la impresión que me causó esa respuesta. Al principio desconfié y pensé que seguramente era algún truco de mi padre.- ¿Cómo que no lo sabes?-Dije. – No lo sé, Demi- repitió él-.Podemos buscarla en el diccionario.
Pero no había truco. Existía una palabra que mi padre desconocía. Aquello era inaudito. Yo había creído hasta aquel momento que mi padre conocía todas las palabras.
No es que entonces dejase de preguntarle. Durante algún tiempo aún supo contestarme la mayoría de las veces, pero una ilusión se había roto. Las cosas siguieron avanzando e inexorablemente llegó un punto en el que, si una palabra era suficientemente rara como para que yo – que leía bastante- no la conociese, mi padre tampoco la conociera. Lo impensable había sucedido: Había “alcanzado” a mi padre. No es que yo pensara que lo había alcanzado en todos los sentidos, pero tampoco me pasaba desapercibido que, si había sucedido en ese pequeño aspecto, era posible que sucediese en otros. La sensación lejos de ser orgullo, fue más bien de vértigo y hasta de cierta angustia: Ya no podía contar con él para que solucionase mis problemas. No tenía todas las respuestas, no sabría siempre qué decirme, había un punto en el que yo estaba irremediablemente solo. Y si esto fuera poco, se sumaba un genuino dolor: Nuestro pequeño ritual, que a mi tanto me gustaba, se había terminado. Ya no tenía sentido.
Seguramente entonces no fui consciente de cómo me afecto, pero ahora sé que solo pude enfadarme con mi padre. Enfadarme con su falibilidad, porque no era ese ser todopoderoso que yo creía que era y también porque, de algún modo, le acusaba de habérmelo hecho creer:” Tú me dijiste que sabias todas las palabras. ¿Cómo te atreves a decirme ahora que no sabes? Tienes que saber. Tú me lo prometiste”. Pero él no lo había dicho, él no me había prometido nada y, sin embargo, ¿Cómo podía yo creer otra cosa? ¿No había respondido a todas mis preguntas hasta aquel momento? Entonces, ¿qué podía haber hecho mi padre para evitar engrandecerse en mi mirada? ¿Hacer ver que no sabía lo que sí sabía realmente? Eso habría equivalido a desampararme. No hubiese sido mejor. Creo más bien que, si los padres son medianamente presentes y nutritivos, un niño no puede dejar de verlos como seres infalibles.
De niños necesitamos tanto a los padres, somos tan dependientes de ellos, que es imposible, si cumplen con su función, no idealizarlos. Una recopilación de historias verídicas escritas por ciudadanos norteamericanos a partir de la propuesta de Paul Auster da cuenta de esto: El libro: El libro se titula Cría que mi padre era Dios (Anagrama). Así como es inevitable esta idealización, también lo es que en algún momento el encantamiento se rompa, que veamos a los padres como son verdaderamente y nos decepcionemos. Esta decepción, aunque dolorosa, también es sana porque nos permite comenzar a darnos cuenta de que ellos, además de nuestros padres, son otras muchas cosas. Y son, sobre todo, personas y, como tales falibles y limitadas. He dicho que es inevitable decepcionarse de los padres. Me corrijo: Solo es inevitable si queremos vivir sanamente. A veces, el dolor, la perdida de la seguridad o un sentimiento de lealtad hacia nuestros padres generado por todo lo que nos han dado puede impedirnos abandonar la imagen de ellos como personas intachables. Cuando esto sucede, el resultado suele ser bastante perjudicial para el bienestar emocional: Si yo creo que mis padres lo sabían y podían todo, cada vez que me encuentre con una carencia en mi educación, un habito que no me sirve o un mandato nocivo, concluiré que mis padres pudieron haber hecho otra cosa y no la hicieron. Me diré:” No quisieron hacerlo mejor” o “No quisieron lo mejor para mí”. Y esto en ocasiones conduce a pensar: “Entonces es que no me querían lo suficiente”. Y esta conclusión, a su vez, es muy diferente a pensar:” Lo hicieron lo mejor que pudieron” o “Quisieron, lo intentaron pero con alguna cosas no pudieron”.
La pena que puede generarnos concebir a nuestros padres de este modo nos protege de un mal mucho mayor, que es el resentimiento hacia ellos. Se dice que no sirve de nada culpar a los padres; es cierto, pero esto no significa que ignoremos sus limitaciones. Como hijos, nuestra tarea será identificarlas para poder decidir qué queremos hacer con ello. Para quienes se hayan convertido en padres, el desafío será sostener que sus hijos se decepcionen de ustedes. Deberán recordar que esto es lo mejor, pues hablará de que hemos hecho un buen trabajo, de que, como dijo Oscar Wilde: Los niños comienzan por amar a los padres; después los juzgan, y algunas veces hasta los perdonan”.
Bucay, D. 2011.Mente Sana; Entender a nuestros padres. 74 ed. Barcelona