"Yo no pretendo enseñarte lo que es el mundo me falta también, pero vale la pena disfrutar cada día con mas Flow. Di lo que sientas, has lo que piensas, da lo que tengas y no te arrepientas. Serás del tamaño de tus pensamientos, no te permitas fracasar y sino llega lo que esperabas no te conformes jamás te detengas... No te límites por lo que digan, sé lo que quieras, pero sé tu mismo, y ante todas las cosas nunca te olvides de Dios".

miércoles, 5 de octubre de 2011

¿Por qué nos gusta el riesgo?

¿Recuerdas alguna vez haber disfrutado de una experiencia marcada por el miedo? Puede que estuvieras viendo una película de terror. O, tal vez, que te lanzaras desde una avioneta en paracaídas, o haber ido a un parque de atracciones a subirte en la montaña rusa. Lo cierto es que todos, sin excepción, sentimos un cosquilleo de placer y excitación ante una situación de riesgo. Y aún hay más. Normalmente la huella que esta situación deja en nuestro cerebro tiende a empujarnos a querer repetir una vivencia similar. De igual modo, también respondemos ante la versión, más amarga del miedo, cuando somos víctimas de ese otro temor que nos congela por dentro, amplifica nuestros sentidos y anestesia cualquier vestigio de bienestar. ¿Qué misteriosas rutas neuronales consiguen dotar al miedo de esta dualidad?
Sentimiento y diversión; dolor y placer. Estas son las dos caras de una emoción que, analizada desde una perspectiva evolutiva, resulta mucho más sencilla de comprender. En términos darwinianos, la naturaleza premia al individuo que es más hábil para sobrevivir con el regalo de legar los  genes a las futuras generaciones. El miedo, desde este punto de vista, es el mecanismo de defensa por excelencia destinado a proteger la vida, una especie de guardaespaldas que nos aleja de las amenazas que nos rodean. El miedo a las alturas, por ejemplo, es muy beneficioso si queremos llegar a viejos; de hecho, lo experimentan los bebés sin necesidad de que nadie haya tenido que ponerlos en preaviso; es lo que la psicología llama un “miedo innato”. Este, al igual que el miedo a la oscuridad u otros, no se aprende sino que es heredado, ya que aquel predecesor que no lo experimentó sucumbió rápidamente y no pudo perpetuarse. Del mismo modo, sufrimos de forma innata otros temores más sofisticados y cuya naturaleza es más social. Sin ir más lejos, esa dosis de incomodidad que experimentamos antes de hablar en público deriva del miedo al ridículo, que es inherente al ser humano. También este es el caso del recelo que podemos sentir cuando se nos excluye de alguna reunión de amigos, sentimiento asociado a la  soledad y al rechazo. En realidad, todos estos temores contribuyen a fortalecer nuestros vínculos con las personas que nos rodean y a reforzar el sentimiento de grupo. Los motivos por los cuales estos miedos fueron seleccionados son obvios: Sin el respaldo de una comunidad, la supervivencia del individuo se ve fuertemente comprometida. “¡No aceptes camelos de extraños!” Esta frase tan de moda por las madres de antes- posiblemente las de ahora estén más en línea de: “¡No chatees con desconocidos!”- alimenta otro tipo de miedos que se acumulan a lo largo de la vida. Se trata de miedos aprendidos, y no solo proceden de las advertencias de otros, también se nutren de las experiencias vividas en primera persona. De hecho, el cerebro está especializado en recordar situaciones traumáticas.
El neurocientífico Joseph de Loux, principal descubridor del camino neuronal  que recorre el miedo en el cerebro, asegura que cualquier recuerdo teñido de esta emoción se vuelve intenso y casi imborrable. No importa que hayamos sufrido un atraco hace dos años, cada vez que pasemos por una calle parecida al lugar donde se produjo el desagradable infortunio, se nos erizará el vello y el corazón se acelerará porque nuestro cerebro recupera aquel recuerdo y el miedo asociado. Por el mismo motivo, si hemos vivido un desamor, ciertos recelos aflorarán ante la posibilidad de enamorarnos otra vez. El miedo vivido profundiza la muesca que deja un recuerdo en nuestro cerebro y, en cierta manera, nos acaba condicionando el futuro. Esta es la estrategia mediante la cual nuestro organismo esquiva el peligro.  
Pero, como hemos visto, en ocasiones también nos sorprendemos disfrutando de experiencias temerarias. De no ser así, no se explicaría el auge actual de los deportes de riesgo. Lo cierto es que estos comportamientos no se pueden achacar a desajustes ocasionales en el circuito del miedo sino a otra ruta neuronal conocida como el “centro de recompensa”. Esta región tiene como objetivo reforzar positivamente acciones que, evolutivamente, se han seleccionado como favorables, activándose, por ejemplo, cada vez que comemos o practicamos sexo. Para conseguir su cometido, el centro de recompensa libera un neurotransmisor, la dopamina, que inunda el organismo de un inmenso placer. En efecto, el éxito de este circuito reside en las bondades de esta sustancia, pues es el recuerdo de las sensaciones que provoca lo que  nos incita a repetir, es decir, lo que hace que nos apetezca ingerir comida o mantener relaciones sexuales de nuevo. Pero lo verdaderamente fascinante sobre el funcionamiento del centro de recompensa es su relación con el miedo. Hace tan solo unos meses, el equipo del neurocientifico Joe Z. Tzien, del instituto de Ciencias de la salud de la Universidad de Georgia (EE. UU.), implantó una serie de electrodos en el centro de recompensa del cerebro de varios ratones con el fin de medir su actividad neuronal durante un experimento. Tzien sometió a los ratones a dos tipos de ejercicios: O les ofrecía un terrón de azúcar o los empujaba desde una altura de 30 cm, distancia más que considerable para un animal de apenas 6cm. Los investigadores comprobaron que a los ratones se les activaba el circuito de la recompensa tanto si se les premiaba con un dulce como si se les lanzaba al vacío, y que, por tanto, sentían los efectos de la dopamina indistintamente. En concreto, el 30% de las neuronas del centro de recompensa se activaban y estimulaban la secreción de dopamina ante situaciones de miedo.

                          
¿Reaccionamos igual al comer chocolate que al caer desde lo alto de un edificio? No del todo. Pero lo que esta investigación constata por primera vez es que el miedo, además de prepararnos para huir o luchar ante una amenaza, también acciona el interruptor cerebral de la dopamina actuando en cierto grado como fuente de placer. Controvertido o no, este hecho explicaría algunas adicciones basadas en el riesgo, como sería el caso de la ludopatía o los deportes extremos, y esclarecería por qué mucha gente se siente fascinada por el miedo y contempla en un mismo plano tirarse en paracaídas y disfrutar de un suculento manjar.
Por otro lado, y desde una mirada evolutiva, con estos hallazgos el miedo también adquiere una nueva dimensión. Su vinculación con el placer lo convierte en protagonista la hora de progresar. Arriesgarse no es fácil; pero a veces es la única forma de prosperar. Y tener a la dopamina como aliada supone una gran ventaja. ¿Es esta la razón por la que nos volvemos a enamorar a pesar de los fracasos vividos? Los expertos así lo creen. También es evidente que este mecanismo premia la iniciativa, el “ser emprendedor”, conductas que han salpicado la historia de la humanidad  y que han salvado a nuestra especie de la extinción.

1 comentarios:

fatma dijo...

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